3. Póstuma de Lili Brik



1. Habla Viktor Sklovski.

“En la técnica se usa el concepto de peso adherente.
Es el de las locomotoras en las ruedas motrices.
La fuerza de las ruedas motrices es cincuenta veces superior a la de las demás ruedas. Si el peso no se adhiriera, no sería posible que se movieran. El amor es el peso que hace que el hombre se adhiera a la vida.El amor es una carga útil.
Él se enamoró de ella, por primera vez y a fin de cuentas, para siempre, hasta que no perdiera peso. Ella tenía los ojos castaños, la cabeza grande, era bella, de cabellos rojos, ligera, quería ser bailarina.”




2. Habla Lilí Brik

Mi gigante no era nadie cuando caía entre mis brazos. No me gustaba porque fuera gigante. En realidad, su dimensión me atemorizaba. Tenía que rebajarse, apocarse, sentarse incluso en un rincón del cuarto. Sólo entonces empezaba a considerarle. Para mi era inmenso cuando recitaba sus ocurrencias, aquellos versos que rompían los esquemas del tiempo anterior. Descargas diagonales con las que sacudía las formas viejas y preocupaba a muchos poetas tradicionales e incluso a algunos poetas emergentes. Vladimir era otro cuando me derribaba. Ya empequeñecido en la apariencia, se crecía en el deseo, y era entonces un rapsoda de susurros. Convirtió en poemas su rumor, sus confidencias, sus lamentos apagados, sus angustias dolorosas, sus gemidos de adolescente. Su poesía más íntima, la que sólo escribía sobre mis mejillas, la preservaba para mi. Aunque a él le gustaba manifestar ante los demás la épica, el combate cuerpo a cuerpo con los tiempos nuevos que más tarde resultaron viejos. Su lírica fui yo, y su evanescencia sólo fue tocada por mi. Pero ya se sabe que las vanguardias tienen que demostrarse que van uno o varios pasos por delante. Convertirse en fanal, en acicate, en nueva vertebración, en impulsos que luego nadie sigue, salvo las vanguardias. Porque la rotura y lo nuevo, si es auténtico, duele, cansa, exige. Cuando mi marido Osip supo de mi fascinación amorosa por Vladimir no se sorprendió. En parte porque nuestra sintonía había mermado y hasta desaparecido. En parte, porque respetaba a Maiakovski. Lo aceptó como una prueba más del arte nuevo. Siempre me he preguntado si la atracción entre Vladimir y yo habría sido la misma en otros tiempos que no hubieran sido los del Soviet. Pero los tiempos fueron los que fueron y no nos arrepentimos jamás. Compartíamos arte, revolución y amor. Víctor Sklovski me dijo una vez que Vladimir ligó el destino del mundo con el de su amor, con la lucha por la felicidad única; así me lo dijo. ¿Por qué creíamos tanto en que la revolución tenía que renovar al hombre de cabo a rabo? No sólo por el pasado tiránico que el país había conocido, no sólo por las miserias y las humillaciones, no sólo por la degradación de la moral o porque la moral existente hasta entonces no era ya sino hipocresía y caos. Creíamos en la revolución porque la vinculábamos con nuestra mística especial de artistas prospectantes. Con la necesidad de generar hombres nuevos. Sin el arte no concebíamos los cambios radicales. Vladimir necesitaba los versos como su expresión más necesaria, pero quería los versos para que la revolución tuviera una expresión también genuina, sincera. Decir que quería los poemas para los obreros puede parecer hoy una quimera o sonar demagógicamente. Pero la fuerza de la palabra en Vladimir era como la fuerza de su amor. Ambos iban de la mano, se nutrían mutuamente. Yo no se lo ponía fácil. Pasaba de mis caprichos a mis melancolías, de mis superficialidades a mis indagaciones, de la fiereza a la dulzura, de la inconstancia a la exigencia. Tal vez esos altibajos, esas desproporciones de mi personalidad, eran un estímulo amoroso y creativo para él. Cuando nos encontrábamos me recitaba sus últimas creaciones antes que a nadie, a veces las repetía, me observaba. Si yo permanecía en silencio él dibujaba una mirada de extrañeza, en ocasiones colérica, temiendo que yo no le hubiera interpretado. Entonces volvía a recitarlas, ponía otro tono más angustioso, le brillaban los ojos y le saltaban incluso las lágrimas. ¿Quién iba a esperarlo de aquel gigante tenaz y enérgico? Entonces comprendí que nada tiene que ver la apariencia con una fortaleza interior donde los sentimientos y las emociones revelan al ser puro, puro en cuanto materia tal cual; impuro y contradictorio en cuanto materia en transformación. Y yo entonces le amaba tanto. Si él me mecía entre sus palabras, yo le acunaba entre mis caricias. Y hacíamos un verso nuevo de nuestro amor. Los alejamientos y las proximidades echaban un pulso a nuestra apuesta. Siempre salíamos adelante. Cuánto tiempo ha transcurrido desde lo desposeído, cuánto desde lo traicionado (su muerte) Salvo la dimensión intemporal del recuerdo, en el que he seguido ahondando tantos años después. Ya no soy la misma del cartel que Rodchenko y el mismo Vladimir imaginaran. Yo he sobrevivido para no hacer baldío el testamento moral de Vladimir. Para que sus últimas palabras demostraran una constancia real, más allá de sus trazos sobre el papel. Le he seguido amando más allá de su desgarro. Todos dejamos de ser un poco o un mucho cuando él nos abandonó en la vida. Pero él lo decidió. Ah, y por favor, sin comentarios. Al difunto le molestan enormemente (lo dijo él mismo)





3. Habla Sklovski, de nuevo.

“Murió rodeando su propia muerte de señales luminosas, como el lugar de una catástrofe, después de haber explicado cómo perece la barca del amor, cómo perece un hombre, no por un amor infeliz, sino por haber cesado de amar. “


 (Vladimir Maiakovski nació el 7 de Julio de 1893 en Bagdadí, Georgia)